I
En mi prehistoria fui profesor de inglés
en una escuela bilingüe. Mis primeras incursiones en el abordaje de la poesía
en la escuela datan de aquellos tiempos. Tenía que hacer un “proyecto” (esas
puestas en escena para que las madres y padres vieran que estaba bien seguir
pagando la cuota del colegio) con 6to grado y se me ocurrió planificar un
proyecto sobre poesía. Seleccioné algunos poemas en inglés, de “Songs of
inocence” de Blake, los caligramas de Apollinaire y algunos más contemporáneos
que había sacado de un libro de texto.
(No iba a empezar por aquí porque no
recordaba esta experiencia. Pero resulta que me afeité después de 10 meses sin
siquiera recortar mi barba y se vino a mi boca el verso “Big eyed, I stare/ at the forgotten boy I
was” de un poema de John Updike que les había leído a los niños y niñas en
aquellos tiempos).
Resulta que la lectura de muchos poemas
devino en la escritura de muchos poemas. Jugaron a armar sus propios
caligramas, a escribir sobre cosas que ya ni recuerdo pero que me habían
encantado. Luego, trabajamos mucho en el estilo, aportando recursos para
embellecer estéticamente esos poemas. Tengo la imagen de estar junto a los
niños y niñas en la sala de computación, pasando los poemas a un procesador de
texto y luego imprimiendo muchas copias de cada uno de ellos.
El día de la exposición del proyecto,
montamos una especie de cinta de montaje fordista: al inicio, en una mesita, un
niño disfrazado hacía que escribía. Luego, lo llevaba a los editores que los
revisaban. Unos niños y niñas con delantales azules jugaban a ser imprenteros e
imprimían y “encuadernaban” el libro (doblaban la hoja A4 al medio y la
abrochaban). Finalmente, acercaban al puesto donde finalizaba la cinta que era
la “librería” donde se exponían los libros de todos los niños y niñas, y los
padres y madres podían “comprarlos” con billetes de juguete. Cada niño y niña
escribió dos libros: uno de poemas y uno de caligramas.
Luego, ya como educador popular en centros
comunitarios, donde me desempeñé por 20 años, mi trabajo se abocó de lleno a
eso que se suele llamar “animación a la lectura”. Hice algunos cursos de
literatura infantil, narración oral, lectura en voz alta, promoción de la
lectura.
Un día, les llevé libros de haikus.
Leímos algunos que había seleccionado (el libro de Alberto Silva divide los
haikus según las estaciones, entonces les propuse a los niños y niñas leer sólo
los poemas de otoño que eran los de la estación en la que estábamos y luego
seguiríamos por los de invierno, y así). Les puse música (el disco “Lullaby for
the moon. Japanese music for Koto and Shakuhachi”) mientras las niñas y niños
pintaban con acuarelas y carbonillas aquello que les había despertado de alguno
de los haikus leídos. También algunos y algunas se fueron animando a escribir
sus propios haikus. De eso hicimos un libro con haikus ilustrados.
Otra vez, cuando los niños y niñas
entraron al aula temprano en la mañana se encontraron con que yo había “puesto
la mesa”. Platos, tenedores, vasos y unas ensaladeras que contenían una
ensalada de poemitas breves, limericks, coplas, cada uno impreso en un
papelito. Les dije que les había invitado a comer y que les convidaba lo más
rico que sabía cocinar: poemas. Que podían servirse los que quisieran,
compartir el plato con sus compañeros y compañeras, pasarse la ensalada de mesa
en mesa. Luego, charlamos sobre qué sabor tenían los poemas que habían leído,
qué condimentos tenían, a qué comida se parecían, a quién se lo convidarían.
Una mañana fría de invierno les llevé
las obras completas de Juanele y leímos poemas. Les encantaba agarrar ese libro
gigante y leer poemas desde allí. Recuerdo que les marqué “Rosa y dorada…”,
“fui al río…” y otros más. Todas las mañanas, antes de arrancar las
actividades, hacíamos una ronda de lectura donde cada uno y cada una leía un
poema de algún libro que les convidaba. Leímos a Juan Ramón Jiménez, a Laura
Devetach, a Elsa Bornemann, a Lima Quintana, a María Elena Walsh, a Alfonsina.
Un día, mientras jugaban a la “ronda de
San Miguel”, se me ocurrió buscar rondas. Me compré un librito de Rondas de
Gabriela Mistral y leíamos sus poemas. También escuchamos la “ronda catonga” de
Zitarrosa y “la ronda” de Marta Gómez. Inventamos juegos para esas canciones y
poemas. También jugamos juegos con manos y transcribimos las canciones, se
dibujaron jugándolos y escribieron las instrucciones para cada juego.
Finalmente, se filmaron jugando y con todo eso armamos un libro de juegos con
manos que venía con un cd con las filmaciones.
Y podría seguir: un día “sacamos poemas al sol”, colgamos en la plaza del barrio sogas y sujetamos con broches poemas y coplas picarescas para compartir poemas con las y los vecinos, hicimos susurradores y anduvimos susurrando poemas por el barrio, hicimos un café literario e invitamos a sus familias a comer galletitas, tomar mate cocido y leer poemas.
II
Mis hijas están en primero y cuarto
grado. Nunca leen poesía en la escuela. Alguna vez, nomás, recuerdo que mi hija
mayor volvió contenta con un librito de poemas de Bornemann que sacó de la
biblioteca de aula. A fin de año, sortearon los libros y a ella no le tocó ese
libro asique tuvimos que salir a la librería y comprárselo. Ella deseaba ese
libro. Deseaba que le tocara en el sorteo. Y también recuerdo que le leí
“Mariposa del aire” de García Lorca y después vimos ese libro hermoso ilustrado
por ISOL y también lo compramos y a veces, antes de dormir, lo lee. Pero
“Mariposa del aire”, lo declama de memoria. Sin que la maestra se lo haya
pedido. Por puro gusto de declamar. Porque de tanto leerlo se lo aprendió.
Cuando pienso en estas cosas de la
poesía y la escuela tengo una especie de musa que me inspira. Es una niña de
trenzas negras largas, con delantal blanquísimo y planchado. El escenario es mi
aula de cuarto grado. Pero esa niña no fue compañera mía, no sé quién será.
Pasa al frente y, derechita, firme, recita uno de esos poemas patrióticos,
grandiclocuentes, ornamentados. Dice: “caballo”, “lluvia” y la maestra le
corrige: “cabalio”, “liuvia”.
Claro que esos poemas sobre cosas que
nos resultan ajenas hoy en día y que en realidad siempre fueron ajenas,
espantan más de lo que acercan. Y la cosa medio militar de pasar al frente a
declamar, firme, de pie, bajo la mirada de los compañeros y compañeras y de la
maestra, maestra que corrige, que evalúa, es de terror. En los ’80 Laura
Devetach escribía una nota titulada “de poetas y de locos” donde decía que la
poesía estaba ausente en la escuela (y en la niñez en general) porque era
“difícil” y porque se consideraba “subversiva” y se le temía. Y claro, los ’80,
el retorno a la democracia, y Laura Devetach intentando recuperar la poesía
como espacio de transgresión y de autenticidad, ante el silenciamiento de los
dictadores y de sus secuaces en el campo de la cultura y de la educación. Era
obvio que había que posicionarse contra la poesía patriótica y los métodos de
recitado y declamación que olían a desfile militar. Pero esto no implicaba
excluir la poesía de la escuela, al contrario. También decía en ese artículo
que los niños son “seres poéticos” hasta que nosotros, adultos y adultas,
maestros y maestras, “les deshojamos la margarita de la poesía, pétalo a
pétalo”.
Yo que fui a la primaria en los primeros
años de los ’90 pero tuve maestras “de las de antes”, viví escenas como las de
mi musa. Los recuerdos no son gratos. Pero algo de eso me invoca. Algo que me
parece que pasó. Dejamos los poemas patrióticos por suerte, pero con ello se
nos fue algo que no se tenía que ir. De muchas aulas, se fue la poesía
directamente. En otras, la poesía pasó a ser un cordero rumbo al matadero,
donde la maestra o maestro le indica a los chicos y chicas que subrayen los
adjetivos con un color, los sustantivos con otro, y los verbos con otro más.
Desde perspectivas críticas condenamos la memorización como forma de aprender.
Y estamos de acuerdo. ¿De qué sirve memorizar todas las capitales de los países
de Europa? ¿De qué sirve memorizar los eventos acontecidos en la Semana de
Mayo? Pero a las tablas, las reglas gramaticales, y a los poemas, viene bien
memorizarlos. Si, las tablas y las reglas gramaticales también hay que
comprenderlas. Los poemas, quizás no demasiado. Pero a mí me encanta cuando mi
viejo arranca con el “No te des por vencido ni aún vencido” (siempre me cuenta
la anécdota de cuando compró su primer libro, una antología de Almafuerte). A
mí se me frunce algo adentro y me da un poco de envidia que él pueda recitar de
memoria poemas y yo no. Y no solo memorizar poemas (no todos, claro, pero
algunos es cosa linda), sino también recitar y declamar. Eso sí que ya se ve
muy poco en las aulas y actos escolares. Podemos recuperar la memorización, la
recitación y la declamación de poemas en la escuela sin necesidad de recurrir a
los poemas patrióticos de antaño. Podemos hacerlo sin el riesgo de creer que
estamos siendo poco “constructivistas”. Quédense tranquilas y tranquilos que
memorizar un poema es un “aprendizaje significativo” y que no es “educación
bancaria” (las y los docentes saben de qué les hablo).
¿Por qué mis hijas no leen ni escriben
poesía en la escuela? ¿Por qué no les enseñan a recitar y declamar? Tengo una
hipótesis. La poesía sería como la ESI: hay mucho tabú, mucho prejuicio y,
sobre todo, mucho desconocimiento. Una vez fui a la feria del libro y compré un
libro de poesía en un stand de una editorial independiente. Pregunté si tenían
descuento docente y el vendedor me dijo que no. Pero, tras vacilar, me dijo:
“pero te voy a hacer un descuento, porque un docente que se lleva ese libro
merece un descuento”. Se ve que no muchos docentes leemos poesía “para
grandes”.
Las y los docentes tenemos, en general,
un vínculo raro con la cultura y el arte. En los profesorados (fundamentalmente
de Nivel Primario, donde me desempeño como profesor hace unos cuantos años)
muchas veces se enseñan residuos de los saberes disciplinares, científicos y
artísticos. No se enseña la disciplina, sus debates, sus preguntas, sus
métodos, su historicidad. Se enseña un saber elaborado para ser retransmitido a
los niños y niñas en el aula. Es decir, se enseña el saber ya mediatizado por
la institución escolar. Difícilmente los maestros saben más de biología que lo
que finalmente enseñarán a los niños y niñas. Se aprende el contenido escolar,
que es una forma un tanto esterilizada del saber disciplinar.
Pero volvamos a la poesía. Una vez me
tocó coordinar un proyecto de formación para educadores y educadoras populares
en animación a la lectura. Fue un proceso de tres años de formación.
Contratamos a Mariel López Palacios los primeros dos años y a Diana Tarnofky
para el tercero. Mariel nos propuso para el primer año no profundizar en la
literatura infantil y las estrategias de mediación. La idea era, en primer
lugar, hacer un taller de animación a la lectura para las educadoras y
educadores. Y luego, en un segundo año, abordar las cuestiones vinculadas a la
formación para que esas educadoras y educadores se convirtieran en animadores y
animadoras. Y si, uno no puede enseñar aquello de lo que no está apasionado.
Como hacer un taller de huerta en la escuela sin saber cuidar una planta o que
no te guste embarrarte.
Para convidar poesía en la escuela
(nótese que no digo “enseñar poesía”, aunque creo que “convidar” es una forma
de enseñar), hay que leer poesía. Si todavía no encontró usted aquella poesía
que le atraviese el alma, esa que le haga cosquillas o la que le clave un
puñal, la que le abra las puertas de la percepción (como cantaba Blake) o la
que le hace detenerse y “darle luz al instante” (ahora canta el flaco
Spinetta), no desespere. La poesía, siguiendo con la metáfora del convite, es
como cuando nos invitan a comer. El anfitrión puede hacer la comida que más
rica le sale, pero capaz que esa comida a usted no le gusta. Puede pasar. Hay
que seguir probando. Como con todo.
Con mis hijas montamos una biblioteca al
paso en la puerta de nuestra casa. Elegimos libros y los pusimos en un cajón de
verduras de madera. Las bibliotecas al paso son las que más socios y menos
reglas tienen: llevá, traé otro, devolvé, llevá, y así. Los socios pueden ser
cualquier persona que pase por ahí. No necesita firmar nada, ficharse, traer
foto carnet ni fotocopia de DNI. Capaz puede usted darse una vuelta, llevarse
algún libro y encontrar un tesoro donde menos lo esperaba. Junto a las
bibliotecas al paso (que andan multiplicándose por todo el mundo), estoy
enamorado de muchos proyectos: la biblioteca popular Genoveva con su
bibliolancha en el delta, el Festival de Poesía en la Escuela que todos los
años lleva a poetas a leer a las aulas y promueve actividades en torno a la
escritura y la lectura de poesía, el proyecto de la Reserva Poética Arroyo
Leyes en Santa Fe, el Mundial de Escritura (en particular el de poesía), y la
lista sigue. Quiero decir, hay mucho haciéndose y mucho por hacerse.
Voy cerrando porque esto se hizo muy largo.
Me gusta mucho mirar documentales sobre poetas. Hay muchos. Me voy a detener un
instante en unas escenas que acontecen en algunos de esos documentales. En
primer lugar, en un documental sobre Juan L. Ortíz dirigido por Marilyn
Contardi, filman a un niño y una niña, con tonada bien entrerriana, vistiendo
delantales blancos, recitar poemas de Juanele: “rooo-saaa y do-raaa-daaa la
riberaaaa”. Bellísimo. En segundo lugar, una sobremesa en una casita de la isla
en el documental sobre Diana Bellessi donde una de sus amigas recita un poema y
la poeta, junto al resto de amigos y vecinos de la isla, escuchan atentamente,
probablemente entonados por el vino y la humedad del ambiente deltaico.
Finalmente, el documental “Oro nestas piedras”, una escena en algún jardín
agreste en San Juan, donde una ronda de amigos, vecinos y familiares escucha a
Jorge Leónidas Escudero leer algunos de sus poemas. Después, su hermana recita
ante la cámara y te largás a llorar de amor. Y una postdata: la entrevista que
le hacen a Bendita Berlín en el programa “Caminos de Tiza” donde cuenta que
aprendió a declamar con Alfonsina Storni y que se manda un poema que te
enternece hasta el hueso más duro de tu cuerpo. ¿Por qué traigo estas escenas?
Porque muestran que la poesía es un género popular -aunque usted no lo crea- y
que esta destinada a ser recitada más allá del mundillo de literatos. La poesía
es para ser convidada en la escuela, con los vecinos, con la familia. Como
Raymundo Gómez un viejo sabio del monte santiagueño, miembro del MOCASE, que
recitaba de memoria el Martín Fierro. La poesía también es para enriquecer
nuestra íntima cotidianidad: recitemos poemas mientras nos bañamos, mientras
planchamos el delantal, mientras cocinamos el guiso. Va a ver usted qué lindo
que se vuelve hasta lo más rutinario.
En fin, a las maestras y maestros: lean
poesía para ustedes, conviden poesía en las aulas. Reciten y declamen poemas
que hayan memorizado ante el mejor público posible que son sus estudiantes, y
propónganles que también ellas y ellos lo hagan. Jueguen mucho con la poesía y
los recursos que nos brinda. Escriban poemas y promuevan que las y los chicos
escriban sus poemas también. Armen bibliotecas al paso en la puerta de las
escuelas, inviten a las familias a compartir poemas, participen del Festival de
Poesía en la Escuela. Compren libros de poesía, vayan a las bibliotecas
populares, a recitales de poesía, miren en youtube a Juanele, a Bellessi, a
Orozco, a Escudero, a Bustriazo, a Nicanor Parra, recitar sus propios poemas. Experimenten
el estado poético y el lenguaje poético, que como decía Laura Devetach, “de
poetas y de locos, todos tenemos un poco”.
Facundo Ferreirós. Licenciado y profesor en Ciencias de la Educación. Doctorando en Ciencias de la Educación. Se desempeña como profesor en la Universidad Nacional de Luján y profesorados de CABA y provincia de Buenos Aires. Ha trabajado por más de 20 años en diferentes niveles educativos y en centros comunitarios del conurbano bonaerense. Aunque también podría ser: Facundo Ferreirós. Panadero artesanal. Fermentador. Promotor de huertas urbanas. Coordina un nodo de distribución de productos agroecológicos. Animador a la lectura. Poeta. Aprendiz de cello. Coordinó una radio comunitaria y fue jardinero. Padre de dos niñas. Tiene una perra, una gata y muchas plantas.
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