María coordinará junto a Gastón Massenzio y Marisa Negri un taller de poéticas en diálogo: Artaud / Spinetta / Galarza en el Liceo 1 de 2 el 4 de septiembre en la apertura de nuestro festival.
2 poemas de Un invierno sin Emma
(editorial Vagantes fabulae, 2022)
de María Magdalena
Basados en el disco For Emma, Forever ago de Bon Iver
FLUME
I move in water, shore to shore
I.
Quise escapar a las montañas,
traspasar el largo camino
de pinos, quitar la maleza,
un pie detrás del otro,
desviarme, perderme, guiarme
sólo por el canto de los
pájaros, el silbido del viento,
las profundidades de la luz.
No me alumbraron las noches
ni los días, no hubo hambre
ni sed, apenas la insistencia
del caminante que se abandona
en un exilio con la promesa
de regresar a algún lugar.
II.
Crucé de una orilla
hacia la otra, un nado
contra la corriente:
fue tu cuerpo
anunciándose
como faro.
III.
Me sumergí en el agua
con la convicción de quien
anticipa algún refugio
en el naufragio,
un modo propio de respirar
como supervivencia.
Del otro lado aguardabas,
con el corazón llagado y
tembloroso. Tengo el erizo
en la mano, dije. ¿Cómo
tocarte? Y me enseñaste
el camino, una peregrina
que conoce los desvíos
del amor.
IV.
Porque te toqué
como
si hallara un hogar
en tu cuerpo
advertí
tu belleza y peligrosidad.
WISCONSIN
Now I have nothing that I can keep
‘Cause every place I go I take another place with me
Love is love’s mystique
I.
Podría contemplar el fluir
del agua en la alcantarilla
–temblorosa
como un pequeño río–,
podría contemplarla
como si fuese la única,
la última maravilla del mundo,
lo que permanece inamovible
en su movimiento mientras todo
se derrumba y cae,
sin grandes estrépitos ni escándalo,
sino como un desmoronamiento
sutil, inevitable.
II.
Volví a la ciudad y sólo encontré
ese resto de belleza, la extraña
belleza que habita en la suciedad,
en los bordes, en los desechos.
Está por caerse el cielo
en Wisconsin, todo se cubre
de espesura, de relámpagos filosos.
Pero contemplo el agua como si no hubiese
más que una enorme sed: acercar
mi boca, acercar mi cuerpo
hacia el caudal allí abajo, sumergirme
en lo subterráneo, en lo oculto,
desaparecer lenta y definitivamente
hasta no distinguir el adentro del afuera,
la piedra del agua, la nieve del frío.
III.
Escapé con la creencia de una tierra
milagrosa, un Walden secreto, los
árboles convertidos en leña, un silencio
hecho de pequeños retazos de viento,
la lentitud sagrada de la vida en los bosques.
Me adentré en el frío de noviembre
y aguardé. Pero fui sólo el sueño devastador
de un hombre perplejo ante su soledad,
sumido en la monotonía ruidosa
de sus pensamientos. Una noche supe
que en un pueblo de Alaska sus habitantes
se reunían en la plaza principal para
saludarse ante el anuncio de la primera
nevada del año: el deseo de un buen invierno
como ritual mágico frente al desamparo.
No hay nadie que pueda estar verdaderamente
solo en un mundo de nieve interminable.
IV.
El cielo cae, entonces, sobre Wisconsin,
donde las aguas confluyen y sus orillas
se tiñen de rojo. 150 kilómetros me
separaban de la ciudad, 3.7 centímetros
era el intervalo que se permitían
nuestros cuerpos en estado de urgencia.
Pero no hay distancia posible para
los amantes ausentes que permanecen
uno en el otro. Así rezaba el poema
de John Donne que me leías cada vez
que se anticipaba el invierno.
Y aunque intentábamos detenerlo,
el cielo iba a caer también
sobre nosotros.
V.
Son las seis de la tarde
en la estación y la ciudad
es ahora sólo un paisaje ajeno,
poblado de habitantes
cuyos rostros no reconozco.
Los observo ir y venir en su
recorrido habitual, mientras
busco un gesto que me devuelva
al mundo. En el andén
vacío de la estación habita
algo parecido a la memoria:
una ráfaga obstinada en
sacudir lo quieto, un dolor
sordo, la promesa de alcanzar
un estado anterior al daño.
VI.
Todo anochece de manera
irremediable, todo se torna
de un azul opaco como la nieve
alumbrada por el sol. No
logro detener el vaivén
de las estaciones ni el paso
veloz de los trenes que dejo
partir. Me detengo en el
instante y no soy más que
un hombre náufrago en sus
propias aguas, contemplando
lo sagrado de un río que
fluye, correntoso, como el amor.
VII.
Ya no pertenezco, no tengo
un verbo para conjugar
en estas calles de alcantarillas
y aguas como ríos temblorosos.
Alguna vez partí hacia el bosque,
me adentré en lo inhóspito
de la naturaleza y del amor,
de la naturaleza del amor,
porque sólo el exilio podría
salvarnos de lo indetenible.
Y aunque el cielo cae, y yo caigo,
y el amor ha caído de forma
definitiva, nunca supe cómo volver,
nunca supe cómo construir un hogar
para mí solo.
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